domingo, 7 de agosto de 2011

RENDICION INCESTUOSA

Hacia tres años que mi hijo y yo vivíamos solos en un pequeño departamento. Yo sobrellevaba una viudez de casi seis años, sin pareja y en una soledad voluntaria que ya me estaba pesando, en más de alguna madrugada me despertaba sudando, sintiendo en mi cuerpo la urgencia de un hombre. Aquella noche mi hijo dormía placidamente a mí lado en la cama matrimonial. Su cuarto había sido pintado en la tarde así que le dije que durmiera en mi habitación. Mi hijo estaba estirado boca arriba con las piernas abiertas y su cabeza apoyada sobre mi brazo. Estaba vestido únicamente con una camiseta deportiva que se le había subido hasta el ombligo y dejaba ver perfectamente unos calzoncillos bastante ajustados que denotaban perfectamente la figura de su miembro y sus testículos. No se porqué había tenido el atrevimiento de dormir en esas condiciones junto a su madre pero la verdad es que no me atreví a decirle que no lo hiciera, tal vez por pudor o tal vez incluso por curiosidad, pues ya tenía 22 años, y hacia varios años que no lo había visto en calzoncillo, mucho menos desnudo. Mientras yo veía televisión él seguía durmiendo como un niño. En un momento cambió de posición. Se colocó de lado, con las piernas ligeramente flexionadas y con una sobre la otra. Uno de sus brazos había quedado aprisionado por su cuerpo y el otro quedó colgando sobre su pecho. En ese momento retiré el mío de debajo de su cabeza porque empezaba a quedárseme dormido. Por primera vez me estaba fijando en él como el hombre que era y no como mi hijo. No sabía que me pasaba pero no podía dejar de mirarle bajo la tenue luz de la televisión. Sus labios eran lo que más llamaba mi atención. Sin pensar en lo que hacía, sin tener en cuenta quién era, estiré un dedo para tocar sus labios. El contacto fue electrizante. Pude sentir cosquillas en todo mi cuerpo. No pude evitar acariciárselos. Él continuaba dormido y yo seguía sin apartar los ojos de su boca. Estaba jugando a un juego muy peligroso pero ya era incapaz de detenerme. Levanté mi cabeza de la almohada y lentamente, muy lentamente, me acerqué a su cara. La separación se hacía cada vez menor, su respiración se notaba más fuerte en mi piel, mi corazón latía más deprisa y, finalmente posé mis labios sobre los suyos. Dejé que la puntita de mi lengua se abriese paso entre mis dientes y que participase de aquel contacto. Acaricié toda su boca con ella, desde una comisura hasta la otra antes de retornar mi cabeza al lugar de donde no debía haberse movido. Pero mi temeridad no acabó ahí. Envalentonada por el éxito de lo que había hecho y sin ningún atisbo de sentido común, la mano que antes había abusado de la boca de mi hijo dormido se dispuso a profanar el resto de su cuerpo. Con mucho cuidado, para evitar alguna brusquedad que lo pudiese despertar, cogí el borde de su camiseta y se la levanté todo lo que pude. Dejé al aire libre todo su abdomen y comencé a deslizar la yema de mis dedos por encima de su abdomen y fui subiendo en dirección hacia su tetilla derecha. Tal como había subido, descendí de nuevo hasta su abdomen. Allí, con la palma abierta, se lo acaricié todo hasta que mis dedos rozaron el borde de sus calzoncillos. El contacto con la tela me hizo retirar la mano. No sabía si debía seguir. Aquello podía convertirse en un drama. Volví a mirar su cara y volví a ver que dormía. Como una insensatez temeraria que desconocí en mí misma, decidí proseguir con aquello. Devolví mi mano al lugar del que la había quitado y, con mucho cuidado, hurgué por allí dentro del calzoncillo de mi hijo hasta que di con su pene que estaba colocado hacía un lado y completamente flácido. Estiré el brazo un poco y conseguí cogérselo con la mano. No pude evitar dejar escapar un leve gemido de excitación. En ese estado no era muy grande pero yo estaba segura de que podía crecer mucho más. Además, era bastante grueso. Coloqué mis dedos en su prepucio y lo retraje para dejar al aire su glande. Pasé los dedos por él, posándolos en la punta, deslizándolos por sus paredes y metiéndolos en el espacio donde se une con el tronco del pene. Aquello era deliciosamente inquietante. Volví a cubrirlo con el pellejo y alargue un poco más la mano para dejar atrás su pene. Toqué con mis dedos la suave bolsa que protegía sus testículos. Sus piernas cerradas me impedían agarrarlos por lo que, con muchísimo cuidado, empujé la pierna que me impedía llevar a cabo mi propósito hasta obligarla a retroceder un paso. Sus testículos se amoldaban a la perfección al hueco de mi mano cerrada sobre ellos. Mientras los acariciaba, mi muñeca y mi antebrazo tocaban su pene, friccionándolo y aprisionándolo contra su pubis. Pude notar como, poco a poco, se iba poniendo tieso e iba cambiando de dirección hasta apuntar directamente a la cabecera de la cama. Casi sin respirar, a punto de sufrir una taquicardia, fui levantando mi mirada. Un sudor frío recorría mi espalda mientras miraba su pecho, su cuello y, finalmente su cara. La sangré se me heló y me preparé para lo peor. Mi hijo, al que tanto quería, se había despertado. Me estaba mirando y, para mi desconcierto, me sonreía. No dijo nada pero la mano que descansaba libre sobre el colchón se movió hasta mí y tocó uno de mis pechos. Me quedé estupefacta. Mi hijo me estaba tocando una teta. Cuando fui capaz de darme cuenta de lo que verdaderamente estaba ocurriendo ahí, pasé del terror más absoluto a borrar de mi mente cualquier tipo de preocupación. Me separé de mi hijo y me senté sobre la cama para quitarme el camisón y el sujetador que llevaba puesto. Él no apartó su vista de mí en ningún momento. Dejé que me contemplara unos segundos, que se deleitara conmigo, y pasé a la acción tumbándole boca arriba. El se dejó hacer y yo me senté a horcajadas sobre sus piernas. Agarré sus muñecas y se las coloqué encima de la cabeza. Él, mientras yo manipulaba su posición, aprovechó que mi gesto me obligó a agacharme sobre él para levantar la cabeza y besarme un seno. Aquello me hizo muy feliz y no pude evitar gemir. Cuando estuvo colocado en la posición que yo deseaba, le levanté la camiseta todo lo que pude. Luego chupé sus dos tetillas, lamí su esternón e introduje mi lengua dentro de su ombligo. Esto último, hizo que su barriga se contrajese y que se escuchase un largo gemido de su parte. Pasé mi lengua por la hilera de pelos que parecían marcarme el camino a seguir para llegar al pene de mi hijo. Esta vez, mi lengua se encontró con la punta de su pene. Un suave gemido se le escapó. Lamí todo su pene. Me dispuse a quitarle el calzoncillo y en cuestión de segundos su pene quedó libre. Separé sus piernas lo suficiente como para que mi antebrazo se posase en el hueco dejado por ellas y mi mano alcanzase sin problemas sus testículos. Se los acaricié con ternura de nuevo, rozándolos con mis dedos. Acerqué mi boca a la base de su pene y, con la puntita de mi lengua, lo lamí muy despacio hasta llegar a su otro extremo. Nunca antes había tenido entre mis labios un miembro de hombre, me casé virgen y mi difunto esposo era un hombre muy frío y monótono en lo sexual. Encantada por lo que estaba probando y decidida a dar un mayor placer a mi hijo, agarré su pene con la mano que me quedaba libre y cubrí su glande con mis labios, envolviéndolo suavemente con ellos. Mi hijo suspiró y yo, sin sacármelo, posé mi lengua sobre él. Se lo lamí de arriba abajo, de un lado al otro y de todas las maneras que se me ocurrieron. Noté como él inhalaba un poco más de aire de lo normal y yo lo aproveché para dejar que entrase en mi boca algo más de él. Poco a poco, mis labios fueron bajando por su pene hasta que conseguí que mi nariz se posase sobre su ingle. Me costó un poco lograr que entrase tanto pero, con un poco de autocontrol, lo conseguí. Cuando acostumbré a tener el pene de mi hijo en la garganta, me lo saqué de la misma manera que me lo había metido, lentamente y dejando que mis labios se deslizasen sobre él hasta tocar con ellos el meato urinario. Otra vez, igual de despacio, volví a abrir la boca y a dejar que entrase en ella hasta que mi nariz volvió a posarse sobre su ingle. Olí la entrepierna de mi hijo y me embriagué con su olor antes de levantar de nuevo la cabeza. Repetí aquello muchas veces, cada vez más rápido. Mi hijo suspiraba y lanzaba gemidos de placer. Estaba dispuesta a seguir con aquello hasta que él eyaculara pero, cuando mi hijo comenzó a dar gemidos incontrolables, se incorporó con toda la delicadeza del mundo y me impidió continuar. Me levanté para mirarle sin saber por qué había hecho eso y encontré en su mirada una complicidad intima y tranquila. Me quede quieta, ambos en silencio nos miramos a los ojos, y supe que estaba entregada a la voluntad de mi hijo. A partir de ese instante él era mi macho y yo su hembra. Luego, tras cerrar los ojos, noté como apoyaba sus manos en mis muslos y me separaba un poco las piernas. Imaginé que iba a penetrarme pero me llevé una sorpresa. En lugar de sentir su miembro abriéndose paso por mi vagina, sentí el tacto de sus dedos en los labios de mi vulva. Sentí que lentamente los separaba y sentí la humedad de una lengua que se metía allí dentro. No pude evitar gemir. Muy despacito me lamió la vagina. Parecía ser todo un experto. Su lengua iba de un lado para otro, lamiendo todos los pliegues y rincones que aparecían a su paso. Cuando hubo terminado de explorar todo el territorio, se centró en lamer mi clítoris. Después de unos minutos, le dio una última lamida a mi entrepierna y se preparó para penetrarme. Con sus piernas estiradas, se recostó sobre mi pecho. Su cara estaba a la altura de la mía y sus antebrazos, sobre los que se apoyaba para no aplastarme, los había puesto en el hueco dejado por los míos. Mientras se colocaba, su pene, completamente tieso, se frotó con mi pubis y mi vulva aumentando mi deseo por tenerle dentro. Cuando se hubo colocado, agarró su pene y lo apuntó a mi abertura vaginal. El contacto fue electrizante. Poco a poco, fue metiéndomelo hasta que nuestros cuerpos quedaron completamente unidos. Gemimos los dos. Me sentí colmada como nunca antes lo había hecho y no pude reprimir la tentación de darle un beso en los labios. Un beso que él me correspondió metiéndome la lengua completa. Nunca antes me habían besado con tanta pasión. Luego comenzó el bombeo. Poco a poco, la sacaba y la volvía a meter. Cuando entraba del todo, mi hijo empujaba un poco más comprimiendo nuestros cuerpos y haciéndome gemir de gusto. Ya no me importaba nada, tan solo me importaba el placer que podía llegar a sentir de la mano de mi amado hijo. Seguimos besándonos mientras él llevaba el ritmo de la penetración. Mientras me la metía y me la sacaba, mis manos no se quedaron quietas. Las coloqué sobre los hombros de mi hijo y, poco a poco, fui acariciando toda su espalda hasta que llegué a sus nalgas. Movida por la lujuria y por el deseo de más, aproveché la posición de mis manos para aumentar el ritmo. Cuando iba a empalarme con su verga, empujé con todas mis fuerzas sobre sus glúteos. Con el impulso adicional, había llegado más adentro y a los dos se nos escapó un grito de gusto. Aquello me gustó tanto que seguí haciéndolo cada vez que me penetraba. En pocos minutos, el placer se volvió continúo. Podía sentir como su pene salía rozándome entera y podía sentir como entraba con fuerza de nuevo. Seguía deseando que aquello durase para siempre pero sabía que se acercaba el final. Oleadas de placer me anunciaban que no podría retrasar mucho más la llegada del clímax. Él adoptó un ritmo frenético. La metía y la sacaba, la volvía a meter y la volvía a sacar a una velocidad inimaginable. Sin previo aviso, mi hijo me besó y clavó su pene con más fuerza de la habitual. Las oleadas se convirtieron en una ola intensísima que me arrastró con una fuerza devastadora. Sacudidas de placer contraían mi cuerpo. Mis músculos se agarrotaron y mi boca quedó completamente abierta. Estaba teniendo un intenso orgasmo. Gemí con toda mi fuerza. Mi mente quedó completamente en blanco. Había sido el mejor orgasmo de toda mi vida. Estuve así hasta que, en una arremetida me la metió y no la volvió a sacar. Empujó tanto como pudo, dobló su cuello hacía atrás y pude notar como llenaba mis entrañas con su semen. Era muy agradable sentir algo tan calientito ahí dentro y sentir como se derramaba por mi interior. Cuando el orgasmo pasó para él también, quedó tumbado sobre mí recuperando el aliento. Teniéndole sobre mí, pude apreciar la magnitud de lo que había pasado, pero ya era tarde para arrepentimientos o vergüenzas. Nos envolvió un tibio silencio. Como si no hubiéramos puesto de acuerdo, mi hijo me beso con ternura y se dio vuelta dándome la espalda, al poco rato se durmió. Yo por mi parte también me di vuelta, y me tapé con la cobija haciéndome la dormida casi hasta la madrugada.

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