A los 38 años,
Cristina empezó a preocuparse por su vida. Creía que ingresar a la cuarta
década era casi como empezar a envejecer. Casada y con un hijo adolescente de
17 años, pensaba que no tenía mucho de que quejarse pero no era una mujer
feliz. Aquella mañana se despertó angustiada. Había pasado la noche sin dormir
luego de hacer el amor, como de costumbre con José, su esposo. Le preocupaba
sentir que “eso” se había convertido en una costumbre, en una rutina en la que
él disfrutaba a su manera y en la que cada día, mejor dicho cada noche… cada
viernes por la noche… sentía ella que ya no sentía nada. Tenía que aceptarlo,
que reconocer que no era feliz.
Como era sábado, no
tenía que ir a trabajar, hubiera querido quedarse en la cama hasta avanzada la
mañana. Pero también se dio cuenta que no soportaba más tiempo permanecer en el
mismo lecho donde pocas horas antes había sido disfrutada, casi apropiada en su
intimidad por su marido. Se levantó sin hacer ruido ni mover la cama y así
desnuda, como había quedado, caminó lenta y pensativamente para observar su
hermoso cuerpo en el amplio espejo que tenía en pasillo entre su habitación, el
dormitorio de su hijo y el baño. Estaba tan ensimismada que no le importó en
ese momento si su hijo salía de su habitación y la encontraba en su plena
desnudez. Apuró el recorrido visual por su cuerpo, senos grandes, blancos como
la leche, claros pezones erguidos, su cintura algo gruesa, buenas caderas y
hermosos glúteos. Detuvo su mirada unos segundos en el casi amplio y tupido
triángulo de vellos que cubrían su pubis y no dejaban ver sus labios más
ocultos. De pronto sintió algo en su interior que le decía que estaba viva.
Giró sobre sus delicados pies e ingresó rápidamente en el baño. Mirarse en el
espejo la había excitado. Sin embargo, se resistía a reconocer que ella podía
sentir emociones y placeres tan profundos y deliciosos que, creía, sólo los
hombres podían tener. En realidad siempre tuvo una lucha interior para
reconocer su sexualidad que bullía intensamente en su interior y que ella
frecuentemente trataba de ignorar.
Esta vez, descubría
que cada movimiento, cada pensamiento, cada centímetro de su piel, de todo su
cuerpo, tenía una vida propia y latía en su interior, fluía como pequeñas y
grandes oleadas de sensualidad que avanzaban raudamente hacia sus pechos
concentrándose en sus pezones y también hacia su sexo humedeciendo su vagina y
también un poco en su exterior. Todavía no comprendía bien qué ocurría en ella
que le producía esas contracciones en sus paredes vaginales y esos latidos en
aquel botón en flor que parecía electrizar todo su cuerpo y que se llama
clítoris. Tenía un fuerte temor que le costó mucho esfuerzo vencer pero logró
acariciar primero sus labios vaginales y luego de separarlos suavemente
encontrar ese punto tan sensible y frotarlo ligera pero repetidamente con cada
uno de sus dedos: había descubierto su clítoris, la llave del placer, la puerta
de ingreso al paraíso, la catedral del orgasmo que, desgraciadamente, ignoraba
su marido. Sí, ahora se daba cuenta que él era diferente a ella, no solamente
porque pensaban de manera distinta sino porque ella podía sentir emociones y
placeres que él no le podía producir. Se sintió muy mal y se dijo que algo
tenía que hacer. Vio que habían pasado más de 15 minutos y abrió el grifo de la
ducha y dejó correr un buen chorro de agua que le brindó excelentes masajes a
su excitado cuerpo ayudándole a relajarse. Aseó todo su cuerpo, lavó sus cabellos,
depiló sus axilas y luego… algo que siempre quiso pero nunca se atrevió
siquiera a imaginar concientemente…, empezó a rasurar buena parte del vello que
poblaba su pubis para mostrar su hermosa vulva con aquellos labios que nadie,
aparte de su marido, había visto y cogiendo un espejo volvió a examinarse
descubriendo aquella parte de su cuerpo que todos los varones querían de las
mujeres, y que ella ahora tímidamente imaginaba que algún otro hombre podía
acariciar, encender y hacerla disfrutar del amor. Se rasuró primero en la zona
superior, luego en los costados con mucho cuidado, dejó apenas una breve zona
de vello y tuvo una nueva sensación de desnudez pues podía mostrar su sexo en
toda su plenitud y belleza. Se lavó, secó y luego pasó su mano sintiendo la
suavidad de sus labios y cómo de ahí empezaba a fluir electricidad y a encender
su cuerpo. Nada la podía detener y siguió con las caricias íntimas que nunca,
nadie, ni ella misma, antes se había obsequiado, logrando masturbarse
intensamente hasta producirse esas agradables convulsiones por oleadas que se
entrecruzaban en el primer orgasmo verdadero que sentía desde que tenía marido…
pero en ausencia de él, y descubrió que su marido ya no era necesario para
hacerla feliz, porque ella podía serlo por sí misma. Luego de unos minutos, se
relajó, recuperó la respiración que antes se había agitado alocadamente, se
vistió con ropa ligera y cómoda, y salió del baño. Era otra. Fue una mujer la
que había ingresado al baño una hora atrás, y otra, totalmente nueva, la mujer
que salía en este momento, dueña de su propio cuerpo, de su propia intimidad.
En la casa todo seguía
en silencio. Fue al dormitorio de su hijo, llamó a la puerta y al no obtener
respuesta, ingresó encontrando a Mario profundamente dormido. Parada delante de
su cama se quedó pensativa. Cuando adulto, ¿sería él un buen marido? ¿A qué
edad descubriría el amor? ¿Haría feliz a alguna mujer? Aunque tenía 17 años y
nunca pasó por su mente estas ideas, de pronto se aglutinaron en su mente, una
tras otra, hincando sus temores. Luego de unos segundos de indecisión, lo cogió
por un hombro moviéndolo apenas a la vez que le decía “hijo mío, levántate que
es tarde”. No obteniendo una respuesta, repitió el llamado y levantó las
sábanas e intentó, sin ocultar su propia risa, de alzar en brazos a su hijo y
éste se vio obligado a sentarse al borde de la cama, reclamando que ese día no
había que ir a la escuela. Cristina insistió logrando que, medio dormido medio
despierto, se levante y vaya caminando zigzagueante al baño para despertarle
plenamente con el agua fría de la ducha. Ayudado por su madre ingresó al baño,
mientras ella le ayudaba a quitarse la polera que llevaba puesta. De pronto,
Cristina se detuvo, su hijo sólo tenía unos bóxer y no se atrevió a quitárselos.
Aunque antes ella siempre le había ayudado a bañarse hasta hacía unos de años,
ahora sintió que estaba invadiendo la privacidad de su hijo a pesar de saber
concientemente que no tenía por qué ser algo incorrecto ayudarle. No, por una
fracción de segundo se dio cuenta que se había detenido porque le había dado
curiosidad el ver cuánto habría crecido su hijo, saber si ya se estaba
convirtiendo en un hombrecito y rápidamente, sus prejuicios y su mente la
habían autocensurado. A la vez, esa sensación de que estaría haciendo algo malo
le producía un interés mayor por ver la desnudez de su hijo y estaba paralizada
por el dilema de controlarse y actuar decentemente o liberarse y satisfacer esa
curiosidad carnal de descubrir cómo había cambiado el cuerpo de su hijo.
Insistió diciéndole a
Mario que se despertara bien y que entre a la ducha pero él estaba tan
somnoliento que Cristina se vio forzada a inclinarse un poco y coger el
elástico de la cintura de los bóxer y bajarlos. Al principio volvió su cabeza
para no ver pero a medida que lentamente le bajaba los bóxer a Mario sintió con
gran fuerza la tentación de mirar y satisfacer su curiosidad. No, no podía
estar teniendo esas sensaciones, esos deseo inadecuados en una madre. De
pronto, puso en su mente la excusa de “no haré nada malo si sólo miro” y volvió
su vista para descubrir que, efectivamente, Mario ya no era aquel niño que ella
ayudaba a bañarse dos años atrás. Su sexo, su pene, había ganado en grosor, el
glande se asomaba de la piel en la punta y los vellos crecían en su pubis. La
imagen quedó grabada en la mente de Cristina. Abrió el grifo y dejó correr el
agua fría que rápidamente despertó totalmente a su hijo y ella salió del baño,
dejando a Mario en su privacidad. Estaba algo atolondrada, no podía pensar con
claridad. No sabía cómo organizar en su mente todo lo ocurrido. ¡Al diablo! se
dijo, no es lo mismo pensar y ver que hacer o coger, seguro son solamente mis
prejuicios, y trató de olvidar lo sucedido.
No había dado dos
pasos fuera del baño cuando en su mente apareció la curiosidad por saber si su
hijo ya tenía conciencia de su cuerpo, si su pene tenía erecciones o si se
masturbaba. De pronto se dijo que en realidad ella no conocía nada de su hijo.
Siempre había tratado de ser una buena madre y estar muy cerca emocionalmente
de su hijo. No sólo prepararle sus alimentos o asegurarle ropa limpia y esas
cosas. También se había preocupado por si tenía alguna necesidad, algún temor o
alguna duda pero ahora había abierto los ojos y descubierto que no sabía nada
de lo que su hijo pensaba, hacía o sentía cuando ella no estaba delante de él.
Tenía que ganarse su confianza para que él mismo pudiera decirle qué pensaba,
qué sentía o qué dudas tenía ahora que era adolescente y cuando la sexualidad
es algo tan importante. Si ella lo había visto desnudo ahora, si había visto
con toda libertad su floreciente sexo, ¿por qué no podía conocer más de su
hijo? Estas reflexiones la dejaron más tranquila, sí, se trataba de que ella no
quería que su hijo fuera como su marido y que hiciera infeliz a una mujer como
su madre. Y ella iba a ayudar a su hijo, sí, porque una madre también tenía el
deber de asegurar la felicidad de su hijo, incluso la de su propia vida sexual.
Ahora, Cristina se sintió bien, reconfortada y con una nueva obligación como
madre… hasta que se percató que su hijo le llamaba desde la cocina preguntando
por el desayuno. Ella sonrió en su interior y dijo, “allá voy cariño”.
Cristina se abocó a
las tareas domésticas tratando de olvidar sus pensamientos y temores. José, su
marido y Mario, su hijo, pronto estaban listos para salir. Como siempre
ocurría, ellos volverían luego de unas horas esperando que la responsable madre
y esposa les tuviera listo el almuerzo. No era de otra manera. ¿Qué otra cosa
se podría esperar de ella? Cristina volvió a ser conciente de su situación y,
nuevamente, se dio perfecta cuenta que debía cambiar la situación. Tenía que
independizarse de las cadenas que la ataban a su marido y demostrarle a su hijo
que una madre no sólo le lavaba la ropa y preparaba la comida. Preparó
rápidamente una comida fría y la guardó en la nevera.
Fue a su habitación y,
antes de ingresar, se percató otra vez del amplio espejo y se detuvo a mirarse.
Algo le atraía fuertemente en el espejo, como si hubiera tomado vida propia,
como si el espejo fuera ella misma que algo le quería decir. Miró su rostro,
era conciente de su belleza y se consideraba una mujer bonita aunque su
apreciación era objetiva y sabía que en un concurso de belleza ella no ocuparía
los primeros lugares. No era una jovencita de 18 ó 20 años pero su cuerpo
todavía mantenía una buena forma, le agradaba su mirada, el color y textura de
su piel, sus cortos cabellos que hacía poco tiempo había teñido de un color
oscuro. Pensativa empezó nuevamente a desnudarse. Nunca había sentido tanta
satisfacción en desvestirse frente al espejo. Otras veces lo hacía rápidamente
y sin prestar mayor atención. Ahora, se trataba de un acto totalmente sensual,
quería sentir y disfrutar de cada momento, de cada centímetro de piel que
descubría. Se había quedado en dos piezas, un sujetador grande y fuerte que
cubría sus amplios senos sin dejar traslucir nada aunque sentía que sus pezones
estaban erectos y tratando de liberarse. Su calzón, también de color carne,
ocultaba sus más íntimos tesoros que empezaban a humedecerse y ya no mostraban
a los lados, en el interior de sus muslos, los vellos que antes trataban de
salir pues los había rasurado temprano por la mañana. Llevó sus manos hacia la
espalda, desabrochó el sujetador y lo dejó caer lentamente, liberando sus
palpitantes pechos y los hinchados pezones que acarició y pellizcó suavemente
con ambas manos a la vez. Igual hizo quitándose el calzón que ya estaba
humedecido en la entrepierna, lo miró detenidamente preguntándose cómo podía
haberlos mojado tanto y tan rápido, olió aspirando fuertemente y sintió el
intenso aroma de mujer, de hembra excitada y empezó a sentir el despertar de
sus pechos, de su vagina, de su clítoris, en fin, de todo su cuerpo y dejó
salir a la mujer que ya empezaba a ser. Así desnuda ingresó a su habitación y
se acostó de espaldas iniciando un cuidadoso recorrido por todo su cuerpo. Se
preguntaba internamente si otras mujeres conocían su cuerpo y su sexualidad así
tan profundamente como ella estaba empezando a conocer. ¿Otras mujeres se
acariciaban igual? ¿Con cuánta frecuencia se masturbaban? ¿Tenían curiosidad
por el cuerpo de sus hijos? ¿Se sentían mal por pensar en el sexo, por querer
disfrutar como otras personas? Continuó acariciándose lentamente cada zona que
podía despertar, su cuello, sus hombros, sus axilas, sus pechos, sus pezones,
su cintura, sus caderas, su vientre, sus labios vaginales, su clítoris, sus
nalgas, su ano, sus muslos, sus piernas y sus pies, bajando y subiendo todo
este recorrido tantas veces como quiso, hasta dedicar una mano a sus pechos y
otra a su clítoris con furia y amor a la vez hasta liberar su fuerza interior,
y soltar la tensión acumulada en esos momentos, desencadenando intensas
convulsiones que recorrieron todo su cuerpo por varios minutos sin que nada lo
pudiera detener. En esos momentos, por su mente pasaron miles de imágenes, que
nunca antes hubiera sospechado guardaba en su interior y en ninguna de ellas se
encontraba su marido, el siempre ausente José, pero sí tenían lugar especial
sus amigos, algunos compañeros de trabajo y hasta Mario, su hijo. Poco a poco
fue retomando la calma, sintiéndose muy relajada, cansada y satisfecha, hasta
quedarse dormida. Cuando despertó, reparó que estaba desnuda, la puerta se había
quedado abierta, José y Mario estaban en casa, creyó que acababan de llegar y
el ruido de ellos le había despertado, sintió que su hijo ingresaba al baño.
¿Le habría visto desnuda sobre la cama? Sintió temor, un fuerte temor y a la
vez que intentaba cubrirse con las manos, se levantó muy rápido y cogió una
bata.
No es fácil tomar
decisiones cuando se tienen dudas y temores. Muy despacio se acercó al baño,
puso su oreja pegada a la puerta para escuchar. Primero sólo sintió silencio.
Luego de unos momentos descubrió unos susurros donde apenas reconoció la voz de
Mario y unos jadeos. Se sorprendió creyendo que se encontraba enfermo pero
luego reaccionó y solamente pudo imaginar una cosa, sí, no había lugar a dudas,
su hijo se estaba masturbando. Rápidamente vino a su mente los recuerdos de la
mañana cuando intentaba que Mario ingresara a la ducha. La imagen de su hijo
desnudo volvió con fuerza a su mente y ahora Cristina temblorosa trataba de
combinar los gemidos y jadeos que escuchaba con el recuerdo de la desnudez de
su hijo, y se sintió excitada, tremendamente excitada, sin poder controlar la
humedad que surgía entre sus piernas ni los latidos de su clítoris. Sabía que
su pequeño hijo ya se había convertido en un hombre que estaba liberando sus
urgencias sexuales y que, seguramente, no tenía una mujer con quien disfrutar
su naciente sexualidad. Curiosa situación, ella no tenía un hombre que le
satisfaciera haciéndole el amor y su hijo todavía no conocía una mujer en toda
su carnalidad y tenía que consolarse por su propia mano. De pronto, escuchó un
gemido más fuerte y prolongado. Sabía que eso significaba que su hijo estaba
eyaculando, que de su adolescente pene estaba brotando aquel licor de su
naciente hombría. Nuevamente, volvió ella en sí y se dijo que tenía que hacer
algo para ayudar a su hijo. No sabía cómo, pero ya encontraría la manera de
hacerlo. Aunque ella no lo fuera, su hijo sí tenía que ser feliz y disfrutar de
todos los tesoros de la sexualidad.
Toda la tarde la pasó
tratando de distraerse viendo algo en la televisión sin lograrlo. Sólo quería
que llegara la noche para dormirse y descansar. Como todos los sábados, su
marido se reuniría con sus amigos, seguramente para hablar de mujeres y
vanagloriarse de sus conquistas y falsos triunfos, cada cual sintiéndose más
hombre que el otro. José volvería a casa muy de madrugada o al amanecer, algo
bebido caminando titubeante para acostarse a dormir y no despertar hasta la
tarde del domingo. Cristina pensaba que, siquiera por unas cuantas horas, estaría
sola, libre de un extraño, sí eso era lo que sentía respecto de su marido.
Intentaba concentrarse en la película que se mostraba en la pantalla pero no lo
conseguía. Hoy había sido un día diferente, muy diferente a todos los
anteriores en su vida. Estaba bastante cómoda en el sillón y buscaba de
relajarse, se hallaba descalza disfrutando de esa sensación de libertad y
agrado al rozar suavemente la alfombra con sus pies. Primero con uno y luego
con otro como dibujando semicírculos pequeños y grandes. Llevaba una falda
corta a mitad de muslo y, al separar y juntar sus piernas, sentía también la
frescura del aire entre sus piernas. De un momento a otro se percató que Mario,
su hijo la observaba con disimulo desde el sillón del frente, pero no tenía sus
ojos puestos en ella sino en sus muslos y auscultaba su interior cada vez que
ella separaba juguetonamente las piernas. Una nueva sensación llegó primero a
su mente y luego a su cuerpo. Era admirada por su propio hijo. Sentía, por
primera vez, que ella era un objeto sexual para su hijo, sí, se estaba
exhibiendo espontáneamente ante Mario y le permitía observar su entrepierna, su
calzón y, ahora recordaba, ya no podía ver los vellos que antes acostumbraban
sobresalir por los costados de su calzón entre las piernas. Descubrió que, sin
querer, estaba coqueteando con su hijo, y sin habérselo propuesto, lo estaba
excitando, pues ella también lo observaba con disimulo para descubrir aquel
bulto entre sus piernas que antes había ignorado y era una prueba fiel de la tremenda
erección que tenía su querido hijo, gracias al cuerpo de su madre. No pasaron
más que unos pocos minutos y Mario se levantó para dirigirse, qué duda cabía,
al baño y satisfacer su intensa excitación, para masturbarse, para…. “correrse
la paja”, sí esa era la expresión que usaban los hombres, los adolescentes para
referirse a esta forma de placer solitario. Cristina sintió alegría y también
excitación. Esperó unos minutos y ella también se levantó, fue hacia el baño,
llamó a la puerta y preguntó “¿te sientes bien, querido?” para escuchar la
respuesta temblorosa de su hijo “sí mamá, ¿por qué no lo iba a estar?”. Ella no
supo qué decir.
Más tarde, por la
noche, cuando José ya había salido, estaban viendo la televisión en silencio,
Cristina se levantó diciendo que iba a ponerse cómoda de ropa y luego ir a
dormir. Caminó lentamente sabiéndose observada por Mario y empezó a sentir un
calor intenso por su cuerpo. Imaginó que su hijo miraba su trasero y el
balanceo de sus nalgas al caminar. ¿Por qué les atrae tanto a los hombres el
trasero de las mujeres? se preguntó. Y a medida que subía por las escaleras, su
hijo quedaba justo debajo de ella, imaginó cómo estaría observándola debajo de
su falda y trató de subir muy lentamente, prolongando aquellos segundos de voyeurismo
adolescente y de exhibicionismo maternal. Antes de ingresar a su habitación se
miró nuevamente al espejo, cuán diferente era vestida y desnuda, tranquila y
excitada, oscura y transparente en toda su sexualidad que recién ahora empezaba
a descubrir y disfrutar. Como el espejo estaba al extremo del pasillo, su hijo
no la podía ver ahora, así que empezó a desnudarse, primero la falda y luego la
blusa, seguida por el sujetador y finalmente su breve tanga. No le preocupó
dejar tirada su ropa en el suelo, tal vez fuera una señal para Mario. Ingresó
al baño y se sentó al inodoro para orinar. Por alguna extraña razón que todavía
no entendía, cada movimiento, cada acto suyo podía tener una sensación
diferente y nueva, alguna relación con su sexualidad, y el orinar empezó a
convertirse en una oportunidad de placer, dejó correr lentamente el pequeño
chorro de orina, como una lluvia dorada que le gustó disfrutar. Abrió el grifo
de la ducha, combinó fría y caliente y se introdujo para recibir miles de gotas
que volvían a masajear cada milímetro de su piel. Cuidadosamente fue jabonando
cada parte de su cuerpo y excitándose con mayor habilidad y rapidez. No había
llegado a su clítoris cuando le sorprendió un vendaval de convulsiones y
placeres en un orgasmo cada vez mayor. Se cogió con ambas manos para no perder
el equilibrio y mentalmente se prometió repetir ese orgasmo regalándose
caricias en sus labios vaginales y en su clítoris cuando estuviera acostada,
sola, en su cama.
Terminó de recuperar
su aliento, se enjuagó bien y cerró el agua. Se sorprendió al no encontrar
toalla alguna, iba a salir pero no quería mojar el piso. Tomó valor y llamó a
su hijo pidiéndole que le alcance una toalla. A los pocos segundos Mario llamó
a la puerta y Cristina le dijo que estaba abierta. Luego, la puerta se abrió
unos pocos centímetros y Cristina dijo, con la voz más calmada que pudo
simular, “discúlpame pero olvidé traer toallas, pasa hijo”. Mario se sorprendió
al ver, por primera vez, a su madre desnuda sin escuchar que ella le decía que
eso era natural y no tenía nada de malo. Mario no dejó de mirar a su madre, sus
pechos, su sexo, de arriba a abajo y de abajo hacia arriba en los dos o tres
segundos que le tomó entrar al baño y extender su mano con la toalla. Cristina
se cubrió y se dio vuelta, mostrando sus desnudas nalgas para que su hijo
tuviera una visión completa. Nuevamente se sentía satisfecha porque le había
dado la oportunidad a su hijo de conocer nuevas emociones, porque había visto
una mujer desnuda por primera vez y porque ella se dio cuenta sin duda alguna,
que había empezado también a disfrutar exhibiendo su desnudez. Una sonrisa de
placer se dibujó en su rostro cuando Mario ya había abandonado el baño,
seguramente para dirigirse a su habitación y correr a masturbarse por tercera
vez aquel día. Tranquila, Cristina se dirigió a su habitación, ya sin cuidado
de ser vista desnuda y así se acostó en su cama, dejando la puerta semiabierta
y luz de una pequeña lámpara encendida. Trató de dormirse pero no pudo, lo
único que podía era revivir en su mente, todo lo que había ocurrido ese día.